En un libro leí hace años que los lugares que habitamos son casas y no se transforman en hogares hasta que el paso del tiempo las haga escenario de suficientes nacimientos y muertes, de lágrimas, risas e historias de las personas que por ella pasen.
Yo debía tener unos 4 o 5 años en la foto de esa época que guardo.
Una casa grande, muy grande, característica que pude corroborar mucho tiempo después en otras condiciones cuando mi nariz superó por fin la altura de la mesa del comedor. Luego supe que también era moderna para la época que se construyó.
Si ajusto mi zoom de la memoria empiezo a ver los colores de la escena. Y es una cocina, la cocina de una casa grande. Una mesada fuerte, blanca amarillenta y para mí altísima. Paredes blancas, que contrastaban con el casi negro manchado del granito del piso.
La luz como en todas las casas de abuelas dignas de cuentos, entraba en grandes cantidades por la ventana que ocupaba casi toda una pared, debajo la cocina a leña y la cocina a gas, ambas en uso. Como un matrimonio entre añejo y modernidad.
Mi abuela y yo como la única imagen que conservo de esa casa, de esa cocina, casi la única de mi abuela.
El pueblo, con esa forma de llamar a los lugares chicos que heredamos de las tribus de cemento que habitamos, me gustaba, pero la ausencia de mis abuelos, de mi papá y el tiempo hicieron que esa imagen se congele.
Se congele por casi 20 años, cuando decidí en esas decisiones de verano, volver “ al pueblo”, esta vez sola, cargada de curiosidad, llevada por las ganas de encontrarme y ver si las fotos de la memoria alcanzaban un mejor grado de ajuste.
El viaje fue corto, incomodo, porque el único micro que entra por día, pasa por miles (así parecían) de pueblitos intermedios.
La única avenida que va de la ruta al arroyo. El club de golf, la Sociedad Rural, el Club Social, el Club del Pueblo (la gente sabe a qué club pertenece aun antes de nacer), la plaza custodiada por la iglesia, la escuela, la municipalidad y la comisaría. Como broche, la terminal de micros. Bajé con poco equipaje, tenía más para llevarme que para dejar en es lugar. Me recibieron algunos primos que ya el tiempo me había sacado algunos detalles de sus caras.
La casa ya no era más de mi familia, hacía años que mi padre y sus hermanos la habían vendido.
La curiosidad es bendición… y a veces castigo. Cuando la curiosidad no deja vivir es castigo. Fui con ganas de encontrar mi libro de familia, y esa cuadra, esa casa, esa mesada y esa ventana tenían algo que yo necesitaba asegurarme que siguiera vivo.
Aunque ya no estén los actores las tablas siguen estando.
Salí del atosigamiento de familia re-conocida. La vuelta del perro los domingos es un clásico del interior. La vuelta del perro por la puerta de la casa donde se crió mi padre era un clásico con resultado cantado para mí. Y ahí fui.
La puerta estaba abierta. Las casas de pueblo suelen estar siempre abiertas.
Una señora, una adolescente, un chico de algunos más años que yo.
Salude con la mano, me saludaron, con la mano.
Sonreí, me sonrió la señora y con efecto contagioso, el muchacho.
Crucé la calle, me dieron la mano. Me preguntaron quién era, me quedó la sensación de que en los pueblos uno deja de ser María, Miriam, Lidia, o Ana para pasar a ser, la sobrina de…, la nieta de…, la prima de…, para justificar la llegada a la patria chica. Me presenté:
- Soy la nieta de…, la sobrina de…, la hija de…, y siempre me acuerdo de esta casa.- Agregué, tratando de no hacer visible las ganas de meter la nariz que tenía.
No fue necesario la misma mujer que me recibió me preguntó si yo había estado antes ahí en su casa. Respondí que mi foto mental más querida era en SU cocina. Su cocina que ya había sido mía cuando no sabía que tardaría tantos años en volver.
Me dijo que era una casa fuerte, que había sido la mejor del pueblo, ella había nacido ahí cerca, se fue y volvió cuando ya tenía sus hijos y mi familia la estaba vendiendo. Trató de no cambiar nada, o muy poco. Esto me lo contó en los escasos 10 metros que separaban la entrada de la cocina, pasando por un pasillo adornado y tratando de no dejar pasar detalle de los vestidores, la pieza que había visto nacer a la generación anterior a la mía.
Y finalmente el escenario mayor, la cocina. Esta vez la veía inmensa, no porque mi nariz no superara la mesa del comedor, sino porque con los recuerdos y los pasos de años y de personas las casas cobran otra dimensión, la dimensión de hogares.
Y parece mentira que este apunte de espacio, lo esté escribiendo parada en el mismo granito negro que me tuvo hace 20 años, con el pelo más largo, la estatura más breve, las ausencias impredecibles y la misma luz por la ventana. Eso igual, la luz saludando como un gesto que la infancia enviara para ver pasar a las casas, que de vidas y muertes, encuentros y despedidas se van transformando en hogares.
jueves, 26 de junio de 2008
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